Por supuesto que la cantidad de sufrimiento animal inherente a nuestro uso de animales es terrible, y no deberíamos usar animales para propósitos “frívolos”, como el entretenimiento, pero ¿cómo se puede esperar que las personas dejen de comer productos de origen animal?
En muchos sentidos, esta es una pregunta apropiada para concluir nuestra discusión porque la pregunta en sí misma revela más acerca de la historia de la relación humano/animal que cualquier teoría, y demuestra nuestra confusión sobre asuntos morales en general.
A muchos humanos les gusta comer productos de origen animal. Disfrutan de ello tanto que les resulta difícil desapegarse cuando consideran cuestiones morales sobre los animales. Pero el análisis moral requiere, como mínimo, que dejemos nuestros obvios sesgos aparte. La agricultura animal es la fuente más importante de sufrimiento animal en el mundo de hoy, y no hay absolutamente ninguna necesidad de ello. De hecho, la agricultura animal tiene efectos ambientales devastadores, y un creciente número de profesionales de la salud afirman que la carne y los productos de origen animal son perjudiciales para la salud humana. Podríamos vivir sin matar animales y podríamos alimentar a más seres humanos del mundo -los seres que siempre pretendemos cuidar cuando tratamos de justificar la explotación animal- si abandonáramos por completo la agricultura animal.
El deseo de comer productos de origen animal ha nublado algunas de las mentes más brillantes de la historia humana. Charles Darwin reconoció que los animales no eran cualitativamente diferentes de los humanos y que poseían muchas de las características que alguna vez se pensó que eran únicamente humanas, pero continuó comiéndoselos. Jeremy Bentham argumentó que los animales tenían intereses moralmente significativos porque podían sufrir, pero también continuó comiéndolos.
Los viejos hábitos pueden ser difíciles, pero eso no significa que estén moralmente justificados. Es precisamente en situaciones en las que entran en juego cuestiones morales y fuertes preferencias personales que debemos ser más cuidadosos en pensar con claridad. Sin embargo, como muestra el ejemplo del consumo de productos de origen animal, a veces nuestras preferencias brutas determinan nuestro pensamiento moral, y no a la inversa. Muchas personas me han dicho: “Sí, sé que es moralmente malo comer carne, pero me encantan las hamburguesas”.
Lamentablemente para aquellos que les gusta comer productos de origen animal, esto no es un argumento, y el gusto por ellos de ninguna manera justifica la violación de un principio moral. Nuestra conducta simplemente demuestra que, a pesar de lo que decimos sobre la importancia moral de los intereses de los animales, estamos dispuestos a ignorar esos intereses siempre que nos beneficiemos de hacerlo, incluso cuando el beneficio no sea más que nuestro placer o conveniencia.
Si nos tomamos la moralidad en serio, debemos enfrentarnos a lo que dicta: si es incorrecto que Juan torture a perros por placer, entonces es moralmente incorrecto que comamos productos de origen animal.